jueves, agosto 21, 2008

TRAS LAS HUELLAS DE FRANCO

El pazo de Meirás volvió a ser noticia unos días atrás, con motivo de la boda de la bisnieta de Franco, Leticia Giménez-Arnau Martínez-Bordiu. Con ésta, volvió a reflotar el debate sobre el patrimonio y los esqueletos monumentales heredados del franquismo que, cada cierto tiempo, sacude la actualidad informativa. Más de 30 años después de la muerte del dictador, los lugares que frecuentó, pisó o mandó construir siguen siendo carne de polémica, aun cuando muchos de ellos son meros fantasmas sin vida de un pasado en absoluto halagüeño. El mejor ejemplo de ello es, sin duda, el barco Azor varado en los páramos de Burgos o los impresionantes y siniestros recordatorios que se orillan junto a la carretera N-623 Burgos-Santander: por un lado, la pirámide presidida por la M de Mussolini y, por otro, la intimidante crestería de piedra con el mausoleo del General Sagardía. Todos ellos comparten unas características comunes y responden a los cánones de las arquitecturas dictatoriales: monolíticos, grandilocuentes, pomposos...y marginados por el devenir del tiempo que todo lo borra. Una hipotética ruta, curiosa y desedeñosa, por las reliquias arquitectónicas del Franquismo arrancaría en el Valle de los Caídos -que sigue ostentando un record Guinness de alto copete: los ciento cincuenta metros de altura de la cruz que corona el complejo todavía no han sido superado por ningún otro crucifijo en el mundo-; pasaría por el palacio del Pardo; la plaza del Ayuntamiento de Santander, donde la estatua ecuestre del Caudillo, en teoría, tiene los días contados; y recorrería, a la fuerza, alguno de los numerosos pantanos que inauguró el Jefe de Estado, como el de Iznájar en Córdoba o el de Los Barrios de Luna, en León.

Calzoncillos patrióticos

Hasta hace pocos años, el desaparecido museo del Ejército de Madrid acogía en su seno un amplio salón dedicado a la Guerra Civil. En él había objetos de todo tipo vinculados a la contienda fraticida y a las oscuras cuatro décadas que vinieron después. Bajo el término 'objetos de todo tipo' se englobaba una máscara mortuoria del Caudillo, un molde de sus manos e, incluso, los calzoncillos que llevaba puestos el capitán Cortés -del bando nacional-, cuando fue abatido en el santuario jienense de Nuestra Señora de la Cabeza, en 1937. Pero, sin duda, uno de los objetos expuestos que más estupor causaba a los visitantes eran los restos del vehículo en el que viajaba Carrero Blanco el día del atentado: un cúmulo de hierros retorcidos y chatarra cuya parte mejor conservada era la matrícula. En la actualidad, estos peculiares fondos -que rozan la incorrección política, cuando no la ingenuidad- se encuentran en el Alcázar de Toledo, a la espera de que, en 2009, se abra un nuevo Museo del Ejército en el que, casi con certeza, no serán expuestos estos souvenirs. En la madrileña calle Claudio Coello, mientras tanto, a la altura de Diego de León, una placa adosada a un muro de la iglesia de los Jesuitas recuerda que ése fue el lugar en el que Carrero Blanco «rindió su último servicio a la patria con el sacrificio de su vida». Si al paseante alza la vista y fija ésta en la cornisa del edificio, descubrirá un desconchón torpemente reparado: fue ahí donde golpeó el vehículo antes de caer en el patio interior.

(El Diario Vasco. 20 / 08 / 08)