lunes, febrero 12, 2007

RESCATADOS DEL OLVIDO. Libro de Antonio Ontañón sobre la represión franquista en Cantabria

"Queridísima Pilar: Por fin llegó la hora fatal en que se va a cumplir una sentencia dictada por la incomprensión. Te escribo unas horas antes de dejar de existir, no para pedirte mis últimos deseos referentes a nuestros queridísimos hijos, ni para recordarte tantas y tantas ilusiones como quedan truncadas con mi muerte; te escribo para que sepas que en estos fatales momentos, mis recuerdos van hacia vosotros, seres tan queridos a quienes no besaré más, a quienes no veré jamás. Estoy con ánimos. Nunca se miró a la muerte con tanta valentía como cuando se la tiene tan cerca".

El autor de estas líneas es Ángel Martínez Ros, un cortador de vidrio, fundador del Partido Socialista en Renedo de Piélagos, sindicalista, natural de Mataporquera (Cantabria) y de 31 años. Están escritas horas antes de ser fusilado en la tapia del cementerio de Ciriego (Santander), el 30 de noviembre de 1939. Un año y nueve meses antes había sido condenado a muerte por ser "propagador de ideas marxistas" y "organizador de asociaciones extremistas", según consta en el archivo militar de A Coruña. Durante los últimos 67 años, Ángel Martínez Ros ha sido un "desconocido". Así es como figuraban en el registro del cementerio de Ciriego los 850 republicanos que fueron fusilados en la misma tapia y enterrados en las mismas fosas, unos sobre otros, durante 11 años, desde agosto de 1937 hasta abril de 1948, la época de la mayor represión franquista y los juicios sumarísimos. El Ayuntamiento de Santander acaba de comprometerse a inscribir sus nombres en un anexo del registro. "A partir de ahora, si alguien cree que algún familiar suyo fue fusilado y enterrado aquí puede consultar el registro y comprobar si está en el archivo", explica Samuel Ruiz, concejal del Ayuntamiento responsable del cementerio. El hombre que ha conseguido ponerles nombre se llama Antonio Ontañón. Es el presidente de la asociación "Héroes de la República" y ha invertido en este bautismo póstumo más de 20 años, desde que se jubiló como empleado de banca. "Era tremendamente injusto. Como si los hubieran matado dos veces. La primera, con una bala, y la segunda, quitándoles su identidad. Estoy muy satisfecho de que por fin puedan figurar en el registro", explica.

Para averiguar quiénes eran y cerciorarse de dónde estaban, Ontañón ha cotejado los archivos de la prisión provincial de Santander con los del cementerio de Ciriego; los partes de salida de los presos republicanos condenados a muerte con el parte diario de entrada de "desconocidos" en el cementerio municipal. Así hasta 850 nombres. Todos "rescatados del olvido", título de un libro de casi 500 páginas donde Ontañón comparte con los lectores 20 años dedicados a consultar archivos y recabar testimonios. Ángel Martínez Ros tenía aquel 30 de noviembre de 1939 tres hijos, uno de ellos, recién nacido. Su mujer, Pilar Landáburu, fallecida hace tres años, no volvió a hablar de su marido en mucho tiempo y tardó cerca de 30 años en enseñar aquella carta de despedida. "Prefirió que sus hijos supieran lo menos posible para que no dijeran nada en el pueblo y no se metieran en líos. Por eso mi madre apenas sabe nada de su padre. A mi abuela le costaba mucho hablar de ello, tenía el caparazón muy gordo y mucho miedo todavía. Con 15 o 16 años me entró la curiosidad y empecé a preguntarle por mi abuelo. Cuando cumplí 20 y después de mucho insistir, conseguí que me enseñara las cartas. Empecé por la de la despedida y tuve que parar de leer. Me impresionó", relata Dolores Puente, nieta de Ángel Martínez Ros.

La investigación de Ontañón ha permitido que otras familias desempolvasen otras cartas, cientos de historias parecidas. "Queridísimos padres, hermanos y demás familia: Muero con toda tranquilidad, igualmente que 16 compañeros que se encuentran conmigo. Yo les pido de todo corazón que tengan resignación y no se aflijan por nada. Se lo pido en mis últimos momentos y si no lo hacen así no cumplirán mi última súplica", escribe José Manuel Marcano Cobián, fusilado el 28 de agosto de 1940, a los 23 años. "Piensa y vive sólo para la nena. Mi querida mujer del alma, no quiero ni una lágrima por mi gloriosa muerte. Todo tu sufrimiento cámbialo en amor a mi preciosa hija. Estoy tranquilo y no tengo miedo", afirma Emilio Fernández el día de su fusilamiento, el 26 de noviembre de 1937. Todas las cartas están escritas en la capilla de la prisión provincial de Santander y sus autores saben que son las últimas que van a escribir. Cuidando la caligrafía y con una entereza insólita en tales circunstancias, los reos se despiden de sus familiares haciendo inventario de lo que guardan en los bolsillos e intentando ser prácticos: "Julián me debe 1.900 pesetas. Benita me debe 1.300. Dejo el cuero, el reloj, una cartera, 180 pesetas en billetes de diez pesetas, una libreta del Banco Mercantil con 1.500...", enumera Julio Prada, fusilado el 16 de mayo de 1938. Hoy, en el cementerio de Ciriego, hay nueve monolitos con los nombres de los ejecutados, levantados y financiados por una colecta de la asociación Héroes de la República. "Mi abuela se emocionó mucho el día que levantaron el monolito con el nombre de mi abuelo. Saber el sitio donde estaba enterrado fue como un sueño para ella. Siempre temió que estuviera aquí, y solía tirar flores por encima de la tapia, pero hasta la investigación de Ontañón no estuvo segura. Murió p oco después", recuerda la nieta de Ángel Martínez.

Los familiares de los ejecutados pueden ir ahora al cementerio a leer los nombres de sus parientes, pero algunos todavía sienten que les falta algo. Se han recuperado los nombres, pero no los cuerpos. "Sé que es imposible recuperar el cuerpo de mi abuelo y además creo que con quien mejor está es con sus compañeros", concluye Dolores Puente. Lo mismo piensa Carmen Zapata, sobrina de Matilde Zapata, periodista republicana, fusilada el 28 de junio de 1936 a los 32 años. En cualquier caso, todos los familiares agradecen tener un lugar. "Tenía poco más de dos años cuando mi madre fue a llevarle a mi padre una tortilla a la cárcel y le dijeron que lo habían matado. Todo lo que sé de él es por lo que me han contado, pero cuando Antonio [Ontañón] me llamó y me dijo que sabía dónde estaba, me emocioné. Averiguar dónde está mi padre ha sido la alegría de mi vida", asegura Carmina Abelleira 68 años después.